Los artículos y trabajos que aparecen en este libro, son el resultado de unos cuantos años dedicados a recorrer espacios y territorios donde habitantes del sótano de nuestro continente, intentan convertir sus modos de subsistencia en alternativas al capitalismo y al colonialismo. Casi dos décadas en las que pude compartir con movimientos de los sectores populares, índigenas, sin tierra, sin techo, sin trabajo, sin derechos… He aprendido muchas cosas gracias a la generosidad de mujeres, niñas y niños, varones jóvenes y no tanto, a quienes les agradezco de corazón el tiempo, el cariño y la paciencia para hacerme comprender, con los argumentos de la razón y de los afectos, algunos de sus sueños, deseos y esperanzas.
Nunca podré saldar las múltiples deudas que contraje en esta andadura. Como consuelo, diré que los textos en los que intento dar cuenta de lo que pude ver, sentir y convivir, no están destinados a un público especializado, ni forman parte de un proyecto académico, insitucional o periodístico, sino que pretenden contribuir, desde abajo y junto a otros militantes, tanto a las resistencias como a la conformación de mundos otros. No es gran cosa, ya que la contribución individual, aún participando en proyectos colectivos, es apenas un soplo en el vendaval que los de abajo ensayan y preparan para barrer la opresión de las prácticas cotidianas.
En más de una ocasión surge la pregunta, las más de las veces formulada por especialistas, si no se le concede demasiada importancia a las “micropolíticas” de los de abajo, a las prácticas ordinarias de hombres y mujeres comunes que, por tanto, no son ni heroicas ni están revestidas de la menor trascendencia, más allá de la que ellas y ellos mismos le dan, enterradas como están en una cotidianeidad gris, repetitiva, inercial. ¿Qué interés pueden tener, por ejemplo, los comedores populares donde la mujeres pobres peruanas se reúnen diariamente para cocinar la comida de sus hijos, de sus vecinos, de sus iguales? ¿No son, acaso, formas de asistencialismo los miles de emprendimientos con los que los desocupados, los sin tierra y sin techo buscan paliar el hambre, curar sus llagas y poner en común los saberes que van descubriendo?
En este punto, no tengo la menor duda: si la revolución como práctica emancipatoria es posible, si tiene algún asidero, brota irremediablemente de y en la vida cotidiana de los de abajo. Es allí, en esa supuesta grisura de la cotidianeidad, donde debemos descubrir las potencias que encarnan esas prácticas que las izquierdas del sistema desprecian y los de arriba pretenden cooptar. No quisiera dejar de lado los límites evidentes que manifiestan muchas de estas prácticas, no sólo por la intromisión y manipulación de agencias de cooperación y organizaciones no gubernamentales, sino por los límites que esas mismas actividades presentan si no son capaces de ir más allá de lo que existe, de superar las anteojeras del localismo, de voltear rutinas y desbordar las dependencias que a menudo genera la pobreza.
Es cierto, por tanto, que las prácticas de sobrevivencia colectiva de los abajo no siempre forman parte del contingente de luchas emancipatorias. Sin embargo, sin aquellas, éstas no serían posibles. Creo que algo de eso nos muestra la historia del zapatismo, y admito que es posible que no haya entendido nada de esa historia. Como la relata el subcomandante insurgente Marcos, fueron las propias comunidades en diálogo con los rebeldes, las que le dieron forma y vida a lo que es hoy el zapatismo. El sujeto no es la teoría revolucionaria, ni los dirigentes, ni el aparato armado o el partido, sino las comunidades en rebeldía, las comunidades que dan vida a los municipios autónomos, las mismas comunidades que cincelan un ejército, “su” ejército, las que moldean formas nuevas poder, las juntas de buen gobierno, los caracoles…
Es casi seguro que no lo habrían hecho sin un vínculo sólido y en diálogo con gentes venidas de fuera, y con los dirigentes nacidos en esas comunidades. Pero eso no nos debería hacer olvidar que fueron esos hombres y esas mujeres, y esos niños y esas niñas, las que eligieron erigir vínculos con esos hombres y esas mujeres, y, sobre todo, tejer con ellos esas hebras de mundo nuevo que sentimos latir en Chiapas y, cada vez, en otras partes de México y de nuestra América.
No menciono al zapatismo por una cuestión de autoridad. Cada movimiento construye, como puede y a su modo, los fragmentos de ese gigantesco mosaico que poco a poco van armando los pueblos del mundo, amasado con la arcilla del dolor, la sangre y la rebeldía. Los menciono, porque las realidades que conozco en América Latina, me permiten afirmar que la experiencia zapatista representa la más completa ruptura con las viejas formas de hacer política, y porque han sido capaces de crear una porción sustancial del mundo nuevo. Y, aunque no se trata de imitarlos, existe entre los más diversos movimientos la certeza de que hay un antes y un después del 1 de enero de 1994, de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y de la Otra Campaña.
En los últimos años he intentado fijar la atención en las periferias urbanas, espacios donde se han registrado algunos de los más notables movimientos de los últimos años, pero en las cuales el trabajo de base autónomo tiene enormes dificultades para echar raíces y extenderse en el tiempo. Aunque las experiencias rurales, como la del movimiento sin tierra, los movimientos indígenas y algunos movimientos campesinos, siguen siendo referentes ineludibles, coincido con Mike Davis en que las periferias urbanas son, cada vez más, el escenario estratégico para torcer el rumbo a favor de los de abajo. La insurrección aymara de El Alto, los levantamientos populares en las más diversas ciudades del continente y la comuna de Oaxaca, parecen confirmar que existe un potencial de lucha que recién estamos comenzando a descifrar. A comprender esas potencias está dedicado buena parte de este trabajo.
Sin embargo, no es posible soslayar por más tiempo que hoy los movimientos, y de modo muy particular los urbanos, están siendo acosados por un nuevo enemigo, más difícil de enfrentar porque ha surgido, en no pocas ocasiones, en el seno mismo de esos movimientos, o en sus áreas más cercanas. Quienes vivimos en el Cono Sur de Sudamérica, podemos dar fe del enorme daño que estos gobiernos autodenominados progresistas y de izquierda, están haciendo a la lucha por la emancipación. Soy conciente que en México, es este un debate que divide aguas y genera hondas diferencias, a menudo insalvables. Pero sé también que no es escondiendo las diferencias como podremos avanzar.
Lo nuevo no está ya preparado para ser aplicado, sin más, por los gobiernos progresistas. No existe un diseño previo, como lo fueron las políticas focalizadas para combatir la pobreza del primer período neoliberal. El personal político que hoy está al frente de los ministerios sociales, participó en los años 90 en gobiernos municipales y provinciales donde ensayó formas de “participación” que pretendían atraer a los movimientos a la gestión estatal. El Presupuesto Participativo de Porto Alegre, fue un referente para múltiples experiencias en la misma dirección, que pretendieron una reforma del estado en base a la “descentralización con participación”. Desde el punto de vista de los sectores populares organizados, estas experiencias no fueron felices, ya que propiciaron la desarticulación de toda una camada de organizaciones sociales.
Ese personal, proveniente de los partidos de izquierda o de otros partidos del sistema, es el encargado de transitar de las viejas políticas participativas, a los diversos planes estatales para combatir la pobreza que son una de las claves de bóveda de las nuevas formas de gobernar…y de dominar. Ya no estamos ante los estados benefactores o ante los estados neoliberales prescindentes, sino ante algo inédito, que sobre la base de la fragilidad heredada del modelo neoliberal busca desarrollar nuevas artes para dotar a esos estados decrépitos de mayor legitimidad y asegurar así su supervivencia siempre amenzada. El 25% de la población de Brasil, casi 50 millones de personas, son beneficiarias del plan Hambre Cero. En Argentina y Uruguay el 15% de los hogares reciben ayudas estatales, complementadas por planes que apoyan las formas de sobrevivencia nacidas en la pobreza. No puede hablarse, por tanto, de las clásicas políticas focalizadas sino de algo diferente y nuevo.
La expansión de los planes sociales se produce en el mismo momento en que se registra un crecimiento exponencial de la represión. En el Brasil de Lula, se baten récords de muertos en la favelas, mientras el “gatillo fácil” no dejó de crecer en el quinquenio progresista de Néstor Kichner. El banco de pruebas es Haití, donde los ejércitos de Brasil, Argentina, Uruguay y Chile, ensayan formas de intervención militar y social en las barriadas pobres que lugo ponen en práctica en las favelas, como lo acaba de reconocer un militar brasileño de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití.
De una forma dura o blanda, el estado está llegando a territorios donde estaba ausente, y lo está haciendo de modo capilar, permeando los territorios de la pobreza con mucha mayor eficiencia que los caudillos clientelares del período neoliberal. Esos caudillos actuaban de modo vertical y autoritario, y por lo tanto siempre podían ser desbordados y, más aún, estaban destinados a ser desbordados. En el trabajo sobre el terreno, el papel más destacado lo juegan nuevos actores estatales: los trabajadores sociales de las ONGs (en buena medida mujeres jóvenes con formación universitaria), que se mueven en los mismos espacios que los militantes y practican los modos de la educación popular. En los hechos, se está produciendo una enorme confusión entre la militancia tradicional y los funcionarios estatales. Ambos hablan lenguajes similares, se mueven en los mismos espacios y cultivan códigos idénticos, porque en realidad una parte sustancial del funcionariado de las ONGs y de los ministerios sociales que las contratan, proviene de la militancia social de los 90 o de sus aledaños.
Están naciendo nuevas formas de dominación, enmascaradas bajo un discurso progresista y hasta de izquierda. Siento que es necesario mostrarlas, exponerlas a la luz para contribuir a neutralizarlas y, sobre todo, para evitar que consigan su objetivo mayor: la demolición de los movimientos sociales desde dentro, de un modo mucho más sutil que el represivo pero, por lo mismo, más profundo y duradero. Los planes sociales y la cooperación al desarrollo deberían, en adelante, ser considerados como parte del arsenal antisubversivo de los estados. Las formas biopolíticas de dominación están siendo implementadas por las izquierdas, introduciendo grados de confusión inéditos, que hacen pasar formas brutales de dominación como ayudas a los pobres. Que sean las izquierdas las encargadas de hacerlo, no debería sorprender: el panóptico fue una creación de la Revolución Francesa, para enfrentar los desafíos que planteaba la caída del viejo régimen.
Raúl Zibechi
Montevideo, julio de 2008